15/2/12

Qué “sufriría” un aprendiz de traductor

El otro día vi un programa de televisión en TV3 que se llama L’aprenent (El aprendiz), en el que un chico se dedica a aprender profesionalmente un oficio durante tres días. Me paré a pensar en qué se encontraría una persona que, sin saber nada de nuestra profesión, estuviese tres días trabajando como traductor autónomo.

Creo que, en primer lugar, se sorprendería por la gran cantidad de recursos informáticos que debemos manejar en nuestro día a día: varios programas específicos para traducir (no es Google Translate, es mucho más complicado), bases de datos terminológicas, programas de maquetación, de edición de imágenes, diccionarios online y en papel –monolingües y bilingües–, libros de estilo, etc., y todo ello para cada una de las combinaciones lingüísticas con que trabajamos.

Una vez abierto el documento a traducir, se lo leería varias veces: una primera lectura para saber de qué va, una segunda lectura para captar el sentido pensando en la intención del autor del original y la función que deberá cumplir el texto que traduzca, una tercera lectura para repasar si lo ha entendido todo. Según la longitud del texto, ya habría pasado pongamos una hora. Entonces se acordaría de que hay que traducir de media 3000-3500 palabras al día. Y se daría cuenta de que ya se ha “comido” una entera. A correr se ha dicho.

Todo fluye y va bien hasta que se encalla con terminología que, oh sorpresa, no aparece en ningún diccionario bilingüe. ¿Cómo puede ser que esto no venga en el diccionario? ¿cómo me entero yo ahora de cómo se dice esto en castellano? Empieza a buscar definiciones en el idioma original, tantea dos o tres palabras en Google a ver si tiene suerte, recurre a Google imágenes, Wikipedia, una página le lleva a otra y, oh otra vez sorpresa, ha estado media hora para una palabra. Como esto siga así, no la entregaré a tiempo. Sudor frío y un poquitín de ansiedad asoman por el cuello del pijama. Concentración absoluta.

Sigue y acaba de traducir a contrarreloj. Menos mal. Ahora dejo reposar un poco el texto y mi cabeza y miro el correo. Vaya, no me han contestado aún del presupuesto que me pidieron del manual de la máquina aquella. En fin, les haré una llamadita-recordatorio que se note mi interés por el proyecto. Luego abriré Twitter y Facebook porque, claro, o estás presente en las redes sociales o estás muerto. Lo abre con la intención de publicar algo, pero en la cabeza tiene un par de palabrejas de la traducción que acaba de hacer que le están entorpeciendo el raciocinio creativo. Encuentra tal avalancha de información útil e interesante que han compartido sus colegas 2.0, que su mente se desborda al pensar en cómo la archivará para luego acordarse de ella. Responde a dos menciones de Twitter y deja para luego su tuit “definitivamente-este-tendrá-25-RT-y-150-FAV”.

Retoma la traducción para repasarla sintáctica, ortográfica y estilísticamente. Comprueba las comillas, los dobles espacios, que no se haya salido el texto traducido de la caja, preposiciones, puntuación, contradicciones. Luego otro repaso para comprobar si el contenido está bien expresado. Se lo da a leer a un conocido suyo que es especialista en el tema de la traducción, por si detecta algún matiz que a él se le haya podido pasar por alto. Suerte que hoy puedo, porque me llega a pillar la semana pasada, con la de horas que me llevó hacer esos dos presupuestos para esas dos páginas web, y no hubiese tenido tiempo. Ya me puedo poner a pensar en cómo le devuelvo el favor de haberme revisado el texto: ¿una cena? ¿un regalo? ¿no me dijo que se quería comprar la trilogía de…?

Le están llamando de esa agencia que siempre anda pidiendo presupuestos para adjudicar la traducción a la tarifa más baja. Es que no se cansan, ¿cómo voy a traducir por 0,03 la palabra? ¡Es que ni a base de chóped llego a fin de mes! Vuelve a darles a entender diplomáticamente que él no va a malvender su trabajo por mucho que las agencias se disputen los clientes a base de reventar precios. Que lo siente mucho y que muchas gracias por haber pensado en él.

Entrega la traducción que le ha ocupado este día y nota una sensación de vértigo. ¡No tengo ningún otro proyecto! ¿Y ahora qué? Dominado por los nervios, intenta pensar con claridad a quién puede enviar su CV para que le manden algo hasta la segunda semana del mes que viene, cuando le entrará un proyecto que durará dos meses. En fin, a ver qué redacto hoy para mi blog, que lo tengo muerto desde hace un par de semanas… voy a preparar las facturas de este mes, a hablar con el gestor por lo de la declaración trimestral del IVA, leerme los boletines atrasados de la asociación de traductores a la que estoy inscrito a ver qué se cuece de nuevo, iré pensando en la ponencia para la conferencia del mes de junio en Roma, revisaré los apuntes del curso que hice la semana pasada… ¡Ufff!

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Este es solo un ejemplo de las aventuras y desventuras que los traductores vivimos todos los días. Un traductor autónomo debe traducir correctamente (obvio), ser corrector y revisor de estilo (no, no es lo mismo), ser su agente de marketing, ser su contable, ser un experto en tecnologías de la información, ser su teleoperador, ser su Community Manager, ser su blogger, debe albergar conocimientos de muchos temas (nunca sabe sobre qué será su próxima traducción), debe tener una lista de contactos a quienes recurrir en caso de dudas cuando traduce textos de un saber específico (abogados, ingenieros técnicos, tecnólogos de alimentación, mecánicos de coche, informáticos), y un largo etcétera que reduce el tiempo real que dedica a traducir y, por tanto, a “producir”.

Muchas de estas “desventuras” son a buen seguro compartidas con otros tipos de trabajo autónomo. Sin embargo, en general, la traducción es una profesión mal pagada e, injustamente, poco valorada por otros colectivos. La traducción requiere unas habilidades y unos conocimientos que no tiene “cualquiera”; hay que formarse continuamente, porque hay que estar al día de todos los avances informáticos, de los temas de actualidad, etc.; la competencia es dura; todo el mundo se atreve a criticar temas lingüísticos; requiere una concentración absoluta durante muchas horas seguidas, sin interrupciones-distracciones, y esto agota mucho mentalmente.

¿Quién se anima a pasar tres días en nuestra piel?
;)